En ocasiones he mirado ésa cara de perro apaleado en rostros ajenos,
otras en mi propio rostro; ésos ojos de animal herido,
de necesitar, de necesitar que le laman las heridas.
Luego ésa sensación tan momentánea, tan efímera y a la vez tan eterna;
sentir la calidez de otra piel bajo la mano
¿Y después?
Ése vacío ajeno aunado al nuestro en las palmas y en el corazón:
nos volvemos tan genéricos, tan iguales; con el alma ligada al cuerpo, menos cálidos,
más prudentes.
Entonces sucede de nuevo; nos sentimos llenos cuando nos acompaña la misma levedad,
para terminar reducidos otra vez, vaciados, dejamos de ser ésas aves libres de alas tan largas
para ser ésos terrenales cimentados tan cotidianos, tan enraizados a las ortigas y al descontento.
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